Las vivencias personales, las injusticias del mundo, las emociones compartidas y la fuerza de lo colectivo frente a lo individual son temas recurrentes en su imaginario. La clara intención de dar voz a los que no la tienen y poner de relieve la vulnerabilidad y fragilidad del ser humano, así como mostrar que las alegrías y los dolores que forman nuestra vida son siempre los mismos, independientemente de nuestro lugar de origen, clase social o religión.
Para ello, la puesta en escena cuenta con un fuerte componente estético, evidente tanto en los movimientos como en la elección de la ropa: la búsqueda de la belleza, el equilibrio, la armonía son elementos notorios en sus piezas artísticas. Pero es realmente el contenido el que da forma a la forma: sin un mensaje que transmitir, ni la elegancia, ni la poesía, ni la línea más recta tienen sentido alguno.
El flamenco utilizado como lenguaje de base, con la fuerza de su dramatismo, expresividad y capacidad de llegar a cuantos lo observan. Pero un flamenco evolucionado en una suerte de formas menos estereotipadas, menos reconocibles. El flamenco en un lenguaje más abierto, más contemporáneo, que deje espacio al fluir natural del intérprete sin tener que ceñirse al ideal de flamenco que tenemos en la mente. O tener la capacidad y la suerte de caminar entre las dos propuestas: tradición y vanguardia según lo que queramos transmitir.
Por otro lado las formas más refinadas y sutiles del tango argentino, la comunicación corporal y el contacto con el otro como forma creativa. La antítesis del flamenco. Si uno es la individualidad y el espacio propio, el otro es el abrazo, el encuentro, la improvisación desde la conexión y la unión.
De esos dos mundos, de las afinidades y las contradicciones, surge la búsqueda constante de elaborar un lenguaje propio: de incluir los gestos, la mirada, los silencios para crear contextos, situaciones y momentos.